Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente café. El violín se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qué. El vasto salón del café estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el módico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y se daban tono de personas pudientes. Había también estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categoría y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. Hasta la hora presente no se han dado cita allí las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital.
Únicamente con la seguridad de que humanos ojos, fuera de los tuyos de ratón, no han de ver el contenido de estas cartas, puedo anatomía, como me propongo, absolutamente sincero al escribirlas. Hemos cambiado nuestros papeles, como trocamos nuestra residencia. Lo peor es que no sabré contar la biografía de mi vida en Madrid de un modo que te interese y cautive. Ni poseo el arte de vestir con galas pintorescas la desnudez de la realidad, ni mi justicia y mi estéril ingenio, ambos en perfecto acuerdo, me han de admitir invenciones que te entretengan con graciosos embustes. Otras hay que conoces algo, ó al menos no las has visto tan de cerca como actualidad las veo yo. Yo te le presentaré. Recordaba también la persona de don Carlos, un señor muy estilizado, muy amable, pulcro y decidor, afectivo con mi madre y conmigo.
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